Marco Aurelio Denegri: el sabio que no supo amar

Hoy, 16 de mayo, Marco Aurelio Denegri habría cumplido 86 años. En homenaje al intelectual, polígrafo y conductor de televisión, presentamos un extracto del recién publicado libro «Lobos de la estepa» del comunicador y periodista Gian Marco Gutiérrez, donde, además del perfil de Denegri, hay textos sobre Pablo Macera y Víctor Humareda.
(composición gráfica: Miguel Vásquez Vicente)

Hay una frase conocida que reza: «Cuando un ser querido muere se lleva una parte de nosotros». Cuando su madre murió, Marco Aurelio Denegri no se desprendió de parte alguna para que la tierra lo sepultara junto con ella. Fue una mañana cuando su cuidadora la encontró en cama con las uñas de los pies y manos amoratados, y las venas que cruzaban por su frente hinchadas. La señora Leonor Santa Gadea había sufrido un primer infarto. Su cuidadora, Rosa Torres, le informó a su hijo que iba a llevarla al hospital, a lo que Marco Aurelio Denegri respondió: «Ya ve tú».

Rosa pensaba que MAD cargaría en sus brazos a su madre para bajarla por las escaleras y la introduciría en el taxi que esperaba en la entrada principal. Craso error. Fue ella, pequeña y frágil, quien sacó fuerzas de sansón hasta donde pudo y la bajó cargando hasta la mitad de los peldaños. Cuando estaba a punto de desmoronarse por el peso, el relevo llegó de los brazos del taxista. Toda esta escena transcurría ante los ojos del hijo, que, desde un plano superior de los escalones, como una cámara que graba en ángulo picado, «no tuvo reacción», y se quedó quieto. Ya afuera, antes de ser acomodada en el taxi, Leonor cruzó unas agónicas palabras con Rosa:

—Espera, déjame despedirme de mi casa.

—Señora, no hable así, ¿quién va cuidar a su hijo?

—Tú te lo criaras, Rosa.

Cuidar un cincuentón sería tarea difícil.

En el interior del taxi la muerte le encestó un segundo infarto. En el hospital le dio el tercero y se cerró el libro de su vida. Cuando Rosa llamó para avisarle a MAD sobre el deceso de su madre y preguntarle si se iba a preparar un espacio en la casa para velarla, él respondió: «Ya verás donde la velas». Y así lo hizo. Tuvo que rogarle al dueño de la funeraria donde compró el ataúd que le brindara un espacio para velar el cuerpo. Fue el velorio más triste y desolado al que había asistido. Solo eran ella y la fallecida. Nadie más apareció para ponerle velas o humedecer el pañuelo. Ni siquiera MAD. Sin embargo, sí asistió al entierro que se dio en un campo santo en Chorrillos, donde aparecieron, al menos, un par de personas más. Así partió doña Leonor, con más pena que gloria.

Tapa del libro «Lobos de la estepa»: contiene perfiles de Víctor Humareda, Pablo Macera y Marco Aurelio Denegri.

Ante la trágica muerte de la madre parece que el hijo puso su corazón en la nevera. Aquí salta el ¿por qué? Quizá la respuesta es simple: no pudo dar lo que nunca le dieron. Faltó afecto y compañía. Desde los cinco años de edad ya contaba con una nodriza que dormía en un cuarto contiguo y le prodigaba atenciones mientras que la madre no transitaba mucho en casa. Esta ausencia generaba discusiones con el padre, quien más adelante lo apoyaría en su decisión de impartir cultura sexual. Cuenta una amiga cercana que MAD había grabado en el disco duro de su memoria una frase que su progenitora repetía hasta la saciedad: «Él es hombre, tiene que acostumbrase a estar solo». Y al parecer cumplió con ese mandamiento hasta el último suspiro de su vida. No se casó, ni tuvo hijos.

Empero, doña Leonor pesó en la elección de la carrera de Derecho que su hijo cursó a mediados de los cincuentas en la Decana de América. MAD nació para ir contracorriente como un salmón y jamás ejerció la abogacía. Marchitó entonces los anhelos de la madre de continuar con esa tradición profesional de los hombres de su familia: Octavio Santa Gadea, su padre, fue Presidente de la Corte Suprema; Octavio hijo, su hermano, también ejerció la jurisprudencia; Fernando Vega, su sobrino, a quien le tenía un especial cariño, no se quedó atrás, y como abogado ocupó el cargo de ministro de Justicia en 1991.

«En la década del sesenta, un buen día tuvo una exposición en la televisión, y la mamá muy contenta de que su joven hijo tuviera una entrevista en un canal importante invitó a todos sus conocidos a mirar el canal. Marco Aurelio habló sobre el condón»—cuenta Carlos López, amigo de infancia de MAD, en una cafetería en Miraflores. Es un hombre, alto, robusto, de voz suave y de sangre huaracina—. Fue la locura. Y motivo al día siguiente, una protesta de mujeres diciendo que cómo era posible que se hiciera un programa de esa naturaleza. También intervino el clero para llamar la atención de que no se debía tocar ese tema en público. Pero estas cosas generaron que él tuviera cierta fricción con su mamá, porque a mi modo de ver, quería inducirlo más a la profesión que había estudiado y que no aparezca como un experto en sexología. Eso incomodó a la mamá e hizo que la relación no fuese tan fluida.Yo entiendo que ella quiso que él fuera un magistrado y que siga los pasos del abuelo Octavio.

En esas épocas de oscurantismo era tabú hablar sobre sexo y hablarlo en señal abierta era como ver fornicar a dos amantes en plena calle. MAD rompía esquemas y se distanciaba aún más de su madre o viceversa. Instruida bajo una educación muy religiosa solo escuchaba vomitar de su hijo palabras morbosas y asquerosas. No pudo impedir que alzara vuelo como sexólogo y, ante eso, cursó una maestría en hacerle la vida a cuadritos. En edad adulta la madre no podía ver ni la sombra de sus amores fugaces o de aquellas mujeres que le permitían adquirir más cultura sexual. Cada vez que MAD hacía pasar a una fémina a su oficina, la madre solía reventarle la puerta a golpes para que salieran de allí. Inclusive también llegó a acostumbrarse a lanzarle los platos. Por eso, ni siquiera desayunaban juntos y su comunicación era escuetísima.

Un joven Marco Aurelio Denegri en fotografía perteneciente a Arkiv Perú.

Para evitar estas embestidas MAD se acostumbró a hacer pasar a sus invitadas por una puerta falsa que estaba cerca de las escaleras. Un día Leonor Santa Gadea se percató de esa viveza y el precio de ese descubrimiento fue rodar por las escaleras fracturándose la cadera. Tuvo entonces que desplazarse lentamente por casa con un andador que era una desventaja que no le permitía interrumpir las visitas de su hijo. Pero tenía una voluntad de hierro como un Rocky magullado que al final siempre gana. Eran tiempos en los que Rosa Torres ya trabajaba en la casa, y sin saber el propósito, acató la orden de la madre de hacer pelotas con las medias viejas y colocarlos en las patas del andador. Fue como aumentarle los caballos de fuerza al andador, permitiendo que se deslizara por el piso como si patinara sobre hielo. Así lograba interceptarlo y aguarle la fiesta.

«Señora no le esté espantando las mujeres a su hijo, haga que la quiera», le dijo Rosa en una ocasión. El hacerse querer era una empresa que no le importaba mucho. Pero si en alguien invirtió sus afectos fue en su sobrino, Fernando Vega, hijo de su hermana Sara Santa Gadea. Él era todo lo que le hubiera gustado que fuera su hijo: un importante abogado que tuvo altos cargos en diferentes gobiernos, como el de Belaúnde Terry y Alberto Fujimori. Con este último llegó a ocupar el Ministerio de Justicia y fue embajador de Perú en España en 1997. Cada vez que había alguna discusión con MAD, doña Leonor llamaba al sobrino para darle las quejas, y, en segundo lugar, para sacarle celos a su retoño. MAD conocedor del afecto de su madre por su primo hermano, le guardaba un odio mortal.

En esta guerra de guerrillas había tregua. El cese al fuego lo dictaba la melodía de un antiguo piano de cola. La madre era una docta en el arte de tocar ese instrumento musical. «A ver mamá, toca», le decía su hijo, y ella le daba esa dadiva preñando los teclados y florecían los sonidos. El Danubio Azul era una pieza a la que siempre volvía porque esa la bailó cuando se casó con su esposo Julio Denegri. MAD se paraba al lado de ella, en silencio, atrapado ferozmente por el deleite de la música. A las finales el piano llegó a descomponerse y la tregua se fue al carajo.

NOTA: Pueden adquirir el libro Lobos de la estepa comunicándose con el autor al 982 108 973, o por medio de la librería Ruta Interior. Desde el 26 de mayo estará disponible en más librerías.