El fin del mundo (no es igual) para todos

La angustia y el miedo se vuelcan a las redes sociales, donde nuestro obligado encierro solo ha acelerado la máquina del capitalismo comunicativo.
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Matheus Calderón

Crítico cultural. Estudió Literatura e Historia del Arte y ha realizado artículos periodísticos, ensayos y traducciones sobre arte, política y poesía para medios locales y revistas especializadas. Es podcaster en el Comité de Lectura.

Desde nuestras casas, cobijados de la precariedad y el mal del mundo exterior, exigimos a los ciudadanos, ante la pandemia de la COVID-19, un disciplinamiento de los afectos y las emociones: controlar la tristeza y la angustia, dosificar las ganas de abrazar y de amarnos, superar el duelo, dominar la muerte. Pero no solo se trata de un disciplinamiento tramposo por irreal sino porque, como todo, está atravesado por las condiciones y posibilidades materiales de cada quien.

Como ya lo subrayó varios meses atrás el marxista David Harvey, la COVID-19 es una pandemia de clase, pero es también de clase el disciplinamiento que se exige a los afectos ciudadanos. Esto quiere decir: el fin de mundo no es igual para todo el mundo. Los miembros más pudientes de la sociedad podrán organizar reuniones en amplias terrazas y jardines sin temor a contagiarse o podrán acceder a las pruebas serológicas que confirmen su estatus de sano (es decir, su estatus de limpio); aquellos en las capas medias nos contentaremos con irresponsabilidades menores (disfrutar de una reunión familiar ocasional, tomar un taxi para visitar al novio, caminar hasta llegar al mar y quitarnos la mascarilla un rato); y los menos favorecidos verán penalizadas sus irresponsabilidades con la muerte. E incluso después de su muerte, no dejarán de ser juzgados: sus velorios serán intervenidos por la Policía, sus padres y madres serán condenados públicamente, los rostros de sus compañeros y compañeras serán viralizados y criticados en redes sociales, sus duelos serán puestos en el banquillo.

La angustia y el miedo se vuelcan a las redes sociales, donde nuestro obligado encierro solo ha acelerado la máquina del capitalismo comunicativo. Todos tenemos algo que decir, que publicar, que criticar. A ello súmenle el discurso de la guerra, amplificado cada dos por tres por los medios tradicionales y tendrán una guerra discursiva… contra los pobres.

Hace unas semanas, tras nombrar a Walter Martos en el premierato, el Gobierno reforzó el discurso bélico que nos dice que estamos en guerra, que nos invita a organizarnos contra un enemigo invisible, que se alimenta de la angustia y el miedo, pero hace poco por construir comunidad y ha ignorado a propósito la necesidad de placer, de familia, de ocio, de salud mental. Sin comunidad, sin empatía, sin comunicación y sin una estrategia que apele a las bases sociales, a los comedores populares, a las ollas comunes y a los líderes vecinales, la cultura de la denuncia a aquellos enemigos invisibles (¿enemigos de quién? ¿para quién? ¿contra quién?) deviene en soplonaje y reglaje. Prontamente la angustia y el miedo se vuelcan a las redes sociales, donde nuestro obligado encierro solo ha acelerado la máquina del capitalismo comunicativo. Todos tenemos algo que decir, que publicar, que criticar. A ello súmenle el discurso de la guerra, amplificado cada dos por tres por los medios tradicionales y tendrán una guerra discursiva… contra los pobres. Son ellos los indisciplinados, los contaminados, los protagonistas de las primeras planas. También son los primeros y los más en morir.

Tras la muerte de 13 jóvenes en una discoteca informal de Los Olivos el sábado pasado, la situación en las redes se tornó tóxica y deprimente. Los achaques de responsabilidad y los arranques de explícito fascismo (que justificaban y hasta celebraban la muerte de los jóvenes) estuvieron a la orden del día. En un triste juego de palabras con las consecuencias de la COVID-19, la sensación frente a la muerte real y a la violencia virtual era de asfixia (una sensación reconocible para cualquiera que haya sufrido un ataque de pánico). Lo irónico de toda la situación es que son los más pobres los que tienen que convivir con la muerte a diario, en guerra desde hace mucho contra un Estado y un sistema económico y de salud que ha operado en su contra desde que tienen memoria.

Lo irónico de toda la situación es que son los más pobres los que tienen que convivir con la muerte a diario, en guerra desde hace mucho contra un Estado y un sistema económico y de salud que ha operado en su contra desde que tienen memoria.

En los sectores más populares, la pandemia solo ha normalizado aún más la muerte y la enfermedad, porque nunca se contagia solo un familiar, sino dos, tres, cinco. Y solo podemos tolerar solo un determinado nivel de muerte hasta que se vuelva la nueva normalidad, hasta que deje de importar. Al llegar a ese punto, ¿qué miedo a la enfermedad podría tener aquel que todos los días se expone a ella y que, además, ha escuchado decir al Gobierno que, de todos modos, tarde o temprano, igual todos nos contagiaremos? ¿Por qué no, mejor, aprovechar el tiempo que nos queda para despedirnos de aquellos que han partido? Ignorar estas preguntas resulta conveniente. El Gobierno, sin atender jamás a la salud mental de su población, a la necesidad de afecto, de placer, de espacios públicos no tugurizados, también las ha decidido ignorar. Y ya sin rumbo, nosotros mismos tratando de entender nuestros procesos de duelo, convertimos nuestra angustia en autoritarismo y violencia.

La zoóloga y filósofa Donna Haraway mencionaba en una reciente entrevista que podemos convivir con la infección –y nuestra propia biología nos da lecciones de ello: no son los virus los que se van, sino que nuestro cuerpo que aprende a defenderse–pero no podemos con el fascismo. El Gobierno haría bien en aprender esta lección. Y nosotros haríamos bien en guardar silencio frente al duelo de los demás. Que cada quién viva su duelo. Que cada quién viva.