El sábado 14 de marzo, cuando fue a vender al mercado, Abigaíl Terán, una joven con ceguera congénita, notó algo extraño en las personas. “Percibía que toda la gente se llevaba muchas verduras y abarrotes. Yo me preguntaba ‘¿qué tiene la gente? ¿ni que fuese Semana Santa?’ Alguien decía que luego todo iba a estar más caro”, recuerda. Al día siguiente, el presidente Martín Vizcarra anunciaría el inicio de la cuarentena por la COVID-19.
Abigaíl genera sus ingresos con el comercio ambulatorio, busca llevar una vida independiente y estudia filosofía en la universidad Antonio Ruiz de Montoya. Por esos días, creía que sus clases iniciarían el lunes siguiente y “estaba muy distraída queriendo disfrutar el resto de sus vacaciones”.

“El domingo también fui a trabajar al mercado de Magdalena y sentía a la gente muy angustiada, moviéndose, callada, con miedo y llevándose todo del mercado. Yo llegué a mi casa y me acosté un rato a dormir. Después prendí la radio para oír el programa ‘Letras en el tiempo’ y escucho al presidente hablando de la cuarentena… me quedé helada y luego despertamos a una realidad desconcertante”, cuenta.
Una amiga le ofreció pasar la cuarentena en su casa, cerca de Los Pantanos de Villa. Ahí estuvo por más de una semana. “Oí que la gente hablaba de cosas muy horribles, muchas muertes y hospitalizados. Luego apareció el tema de las mascarillas y el alcohol que ya no se encontraba. Yo le dije a mi amiga que ahora habría que hacer un poema que diga que ‘las calles huelen a alcohol en gel’”, dice, pese a todo, con una sonrisa.
Volvió a su casa, pero como no podía comprar sus alimentos porque los militares no la dejaban ingresar a los mercados tuvo que ir a la casa de otro amigo. “Hay un prejuicio y un concepto errado de las personas que piensan que la discapacidad es una enfermedad. Los militares me decían: ‘usted es de riesgo y no puede salir porque es una persona enferma’. Yo les decía que no estaba enferma y que si querían podían hacerme alguna prueba”, dice Abigaíl.
Sus clases comenzaron de forma virtual y fue todo complicado. De no saber manejar bien la computadora, ahora tenía que enviar archivos adjuntos, llenar formatos y reunirse por Zoom. “No podía aprender rápido, me atrasé muchísimo con las tareas”, señala.

Además, con las medidas de distanciamiento social, las salidas que necesitaba hacer se hicieron más difíciles: “Algunos me decían que era una irresponsable por salir y la gente ya no te ayudaba a cruzar las avenidas. Yo he aprendido a ser más autónoma y eso me ha ayudado bastante. He tenido que aprender a cruzar sola las avenidas grandes”.
Abigaíl siempre ha buscado superar los obstáculos que la sociedad impone a las personas con ceguera. “Un día nací y la familia se dio cuenta que tenía discapacidad, se sintió muy molesta, quisieron prescindir de mi existencia y no se pudo. Me llevaron a un internado porque ya no había condiciones para que viva con la familia. A los cuatro años aprendí a leer braille y estaba muy cómoda con la intelectualidad. Un día encontré mi vocación por la Filosofía y empecé a ir a congresos de personas con discapacidad. A los 17 conocí la filosofía hindú, me volví hinduista por cinco años y viajé muchísimo con ellos. Luego pensé que quería tener una vida más reposada, un trabajo más tranquilo y comencé a vender galletas artesanales”, detalla.
“Un día me cansé de esa vida reposada, terminé la secundaria y empecé a correr ‘por un error’. Me invitaron a correr y yo pensé que eran cuatro kilómetros, pero al llegar a la carrera había un cartel que decía ‘Los Olivos 10 Kilómetros’. Llegamos (con mi guía) en una hora con 37 minutos a la meta. Me dijeron para entrenar dos veces por semana y a mi pareja no le pareció y me dijo ‘¿o el deporte o yo?’. Y yo dije… ‘el deporte’. Luego me invitaron a correr a Nueva York y así las cosas fueron pasando. Postulé a San Marcos y no ingresé por 11 puntos, debido a que no me dejaron responder matemática y física ni utilizar escritura braille. Postulé a la Ruiz de Montoya y a los días me enteré que había ingresado y que me dieron tres años de beca. Empecé a trabajar muchísimo para juntar dinero para estas épocas, hasta hacía horas extras y al final la pandemia se llevó todo el dinero, de la tesis y de todo”.

Hoy Abigaíl piensa en la forma de poder continuar con sus estudios y es consciente de que será difícil seguir con la venta ambulatoria: “A nadie le gusta que venda alimentos con la mascarilla. Hay mucho rechazo y estrés de la gente. Además, yo trabajaba en la puerta de un hospital. Tengo que buscar otra actividad, pero no sé todavía qué. Estamos viviendo un momento en el que no sabemos qué vamos hacer. Nos gustaría tener planes pero no parece que haya una posibilidad de planes. Eso puede ser frustrante pero es verdad y contra la verdad no se puede hacer mucho”.
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Juana Julca es de Tocache, San Martín. Sus problemas de visión, que comenzaron cuando era niña, no pudieron ser tratados a tiempo y tuvo que dejar la escuela. Por entonces pensaba “voy a trabajar duro para poder ir al médico y saber qué es lo que tengo, ¿quizá es operable o tenga que usar lentes?”. A los 19 años pudo tratarse y le diagnosticaron retinitis pigmentosa. “Primero no lo aceptaba, caí en una depresión muy fuerte y creo que hasta intenté quitarme la vida”, dice Juana. Acudió al Centro de Rehabilitación de Ciegos de Lima (Cercil), donde aprendió a movilizarse y aceptarse como es. Terminó la secundaria mientras trabajaba en un almacén codificando ropa. Para generar más ingresos, vendía desayunos y almuerzos a sus compañeros de trabajo. “Me acostaba a las 12 de la noche y me despertaba a las 4 de la mañana para tener todo listo”, recuerda.

Cuando ya no pudo trabajar más en el almacén por la pérdida de su visión, se preparó para ser masoterapeuta. También vendió caramelos en las calles y buses, pero se cayó tres veces de los carros y, además, era víctima de tocamientos indebidos. “La vida en la calle es muy dura, regresaba a mi casa y me ponía a llorar”, cuenta. Luego, con la ayuda de algunos “ángeles que aparecieron en su camino”, pudo abrir su centro de masajes desde hace unos cuatro años en Lince. También comenzó a correr, participó en varias competencias y empezó una relación con su guía de deporte con quien tiene una bebé de un año.

El sábado anterior al inicio de la cuarentena, se despidió de sus colegas masoterapeutas creyendo que volverían a encontrarse el siguiente lunes, pero el domingo la llamó su esposo, quien estaba trabajando en Arequipa, y le dijo que ya no iba poder abrir su centro de masajes al menos por unos quince días. “¿Qué voy a hacer ahora si no tengo víveres?”, se preguntó.
El esposo de Juana regresó el lunes, el último día que se permitió la movilización, le compró los víveres y volvió a su trabajo en Arequipa. “Cómo dijeron quince días y no había tenido vacaciones, ‘estas serán mis vacaciones’, pensé. Primero lo vi como un descanso aunque con un poco de tristeza porque no podía salir a pasear con mi pareja. Luego, los días comenzaron a ser eternos, porque estar todo el día a cargo de una bebé es bien complejo. No podía descansar bien. No estaba acostumbrada a estar tan sola porque siempre estaba rodeada de las personas con las que trabajo”, manifiesta.
“Luego la cuarentena se fue alargando y fue superdifícil. Llegué a caer en una ansiedad. No sabía si estaba bien o mal. Tenía dolor de cabeza, pero no por el coronavirus, sino por la preocupación”, cuenta Juana. Como su esposo no pudo volver de Arequipa por un mes y medio, una amiga le fue comprando los pañales y víveres que necesitaba. Luego fue a la casa de su hermana. Ver a su familia la ayudó a calmar la ansiedad que sentía estando sola.

“Cuando regresó mi pareja ya fue distinto, porque podíamos turnarnos con la bebé. Pero, luego vino la preocupación por lo económico. Pensé en mi centro de masajes y mis compañeros: ‘¿ahora cómo vamos a trabajar? Mis compañeros estaban sin trabajo. Aquí laboramos siempre cinco personas, pero ahora solo podemos trabajar dos porque ya no hay para todos. El trabajo está bajísimo porque estamos empezando de nuevo. En lo económico, las personas ya no pueden darse la vida que tenían y también influye el miedo al contagio. Solo queda esperar que todo mejore”, dice Juana.
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Cuando comenzó a ir al colegio, José Luis Rivera se sentaba en las últimas carpetas del aula, pero cada año se iba acercando más a la pizarra. “Mis problemas empezaron desde los ocho, pero solo pude ver hasta los quince años, por un desprendimiento de retina. Varios años después, a los 28, me enteré que todo se debía a un síndrome llamado Marfan, el cual afecta a los ojos, los huesos y el corazón”, dice José Luis.

A partir de los doce años comenzó su tratamiento y tuvo que dejar el colegio. Aceptar la pérdida de su visión fue un proceso que le tomó cuatro años. Por entonces, comenzó a interesarse mucho por el fútbol. Es hincha de la ‘U’ y le gustaba ir al estadio con su hermano y sus amigos. A veces, se colocaba en medio de la Trinchera Norte mientras seguía el partido por radio con unos audífonos. “Sentir eso me ayudó bastante”, dice. A los 17 retomó sus estudios y terminó la secundaria en un programa no escolarizado. Aprendió a tocar la batería y retomó las lecturas a través de audiolibros. A los 22 años ingresó a San Marcos a estudiar Letras y logró culminar la carrera de Filosofía. Además enseñaba razonamiento verbal y filosofía a otras personas con discapacidad en una ONG.

Sin embargo, al salir de la universidad no pudo conseguir un trabajo relacionado a su carrera. A los 29 se convirtió en padre y tuvo que buscar la forma de generar ingresos para asumir su responsabilidad. “Fui muy práctico, como tenía todo cerrado, me dediqué a trabajar en un call center”, cuenta José Luis. Antes, había comprado una procesadora para vender papas cortadas a las pollerías, pero tuvo que cerrar y dejar de trabajar para tratarse los aneurismas. “Económicamente me quedé en el aire”, indica. Pero no se dio por vencido, paralelamente había abierto un puesto de palomitas de maíz el cual continuó, colocó un módulo más y los potenció.
Antes de la cuarentena, José Luis se levantaba temprano de lunes a domingo para gestionar y recibir mercadería en un puesto de golosinas que tiene dentro del Parque Zonal Huáscar, en Villa el Salvador. Por las tardes, junto a un familiar, abría su puesto de palomitas de maíz cerca de la Municipalidad de ese distrito. Sin embargo, la pandemia lo obligó a cerrar y se quedó con muchos productos por vender.
José Luis recuerda que “dos días antes del anuncio de la cuarentena había hecho un pedido fuerte de mercadería a sus proveedores”. “Mi módulo estaba bastante lleno porque yo tenía en la cabeza la idea de stockearme, ya que venía la temporada baja y quería manejarme con el stock que tenía”, explica. Pero con la cuarentena tuvo que paralizar sus negocios.

Indica que, al principio, no estaba tan preocupado por toda la mercadería que acababa de adquirir y que podía vencerse, porque, al igual que todos, creyó que “quince días no serían muchos”. Sin embargo, la cuarentena se extendió por meses y, aunque consiguió retirar algunos productos de sus puestos y llevarlos a su casa, no pudo evitar que mucha de su mercadería se venciera y se echara a perder.
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En su vida cotidiana, las personas con discapacidad visual, que en el Perú son 801 mil, requieren de una interacción táctil directa con su entorno y en muchos casos con otras personas de apoyo. Por eso, las organizaciones de personas con ceguera suscribieron un comunicado en el que piden que se haga afectivo el artículo 2 del Decreto Legislativo N° 1468, que indica que se debe “garantizar los derechos de las personas con discapacidad a la salud, seguridad, no discriminación, al libre desarrollo y bienestar, información, integridad personal, autonomía, educación, trabajo, participación, entre otros, en condiciones de igualdad”.
Para ellos es necesario, por ejemplo, que los centros comerciales cumplan criterios de accesibilidad en sus portales web para las compras online y que en las compras presenciales se establezcan horarios y protocolos que faciliten su debida atención. También requieren un protocolo de acompañamiento a distancia que garantice su atención en los centros de salud y al mismo tiempo su seguridad ante el riesgo de contagio de COVID-19. Además, considerando que muchos de ellos se quedaron sin poder generar ingresos durante la pandemia y que son jefes de hogar, solicitan un bono para las personas con discapacidad visual que se encuentran en situación de riesgo.
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Mientras los efectos de la COVID-19 continúan, Abigaíl piensa en la forma de terminar la universidad y continuar con su proyecto de vida: “Yo quiero ser docente universitaria. De niños nos preguntaban ‘qué quieres ser de grande’, unos decían policía u otra cosa, yo siempre decía ‘yo quiero responder preguntas’. (Pensaba) ‘esto es algo muy sencillo, me voy a sentar en una banca con un montón de papeles y voy a poner un papel que diga se responden preguntas a 50 céntimos’. Hoy la gente está muy perdida y la filosofía hace que la gente se encuentre”.

Por su parte, Juana Julca está muy agradecida con las personas que la han ayudado desde que comenzó a perder la visión, incluso con la señora que le alquila la casa porque le ha dado facilidades de pago y descuentos durante la pandemia. “Tengo fe de que a fines de año se puede conseguir la vacuna y, si no, hay que seguir adelante. Cerrar mi local sería algo difícil de aceptar, es como cerrar las buenas cosas que me han pasado. Espero que todo mejore y pueda seguir generando trabajo para mis compañeros. Es algo que me duele bastante. Es muy difícil conseguir trabajo con una discapacidad y peor en estos tiempos”, dice Juana, algo triste, pero asegura que no se rendirá. De hecho, ha aprovechado la cuarentena para capacitarse más y brindar un mejor servicio a sus clientes de su local ubicado en la calle Bernardo Alcedo 349, en Lince, donde atiende de lunes a sábado de 9 a.m. a 7 p.m. y cuyos teléfonos son el 434 9528 y el 971 695 891.

En el caso de José Luis, él ha estado invirtiendo su dinero, se ha limpiado financieramente y se ha estado capacitando virtualmente en emprendimiento y marketing. “Quiero hacer una empresa mucho más estructurada de canchitas gourmet y estoy asociado con un amigo. También quiero explotar el tema de las concesiones y tengo expectativas de crecer más adelante”, dice. Si ha logrado adaptarse a la ceguera y salir adelante en un país como el nuestro, la pandemia no lo parará.
