Vista más de cerca y tras el inicial revuelo, la sensación actual –audios, acusaciones de traición, llantos, y amenaza real de vacancia presidencial– es de una crisis política tan orquestada como precaria. Las declaraciones del showman Richard “Swing” Cisneros, del congresista Édgar Alarcón, de la funcionaria Karem Roca y del propio presidente Martín Vizcarra aparecen como si se tratase de un sketch de programa cómico repetido hasta el hartazgo durante las madrugadas, con banda sonora de Oscar D’Leon incluida: qué cosa tan linda, qué linda tan bella.
Cada vez se vuelve más evidente que buena parte de la política peruana y de sus movidas pueden leerse como operaciones montadas sobre formas narrativas populares deudoras de los años noventas: el melodrama, sí, pero en su modo específico mediado por los programas de espectáculos y humor precario de consumo masivo. Funcionan porque estamos entrenados en leer e identificar un tipo específico de narrativa, y las narrativas funcionan como guiones que ordenan nuestra experiencia, nuestro deseo, nuestros discursos en la esfera pública.
No Game of Thrones ni House of Cards, para entender la política peruana hay que ver una superposición de Risas y Salsa con Amor, amor, amor. Reglajes de servicios de inteligencia estatales menos organizados y pulcros que ampays de Magaly Medina. Frente a las complejidades de la política real, estos pastiches repetitivos ofrecen una ficción de simpleza, humor, chisme, carisma, transgresión y efectividad (elementos que cualquiera que haya pasado horas viendo un reportaje de farándula reconocerá).
No Game of Thrones ni House of Cards, para entender la política peruana hay que ver una superposición de Risas y Salsa con Amor, amor, amor.
Por ello mismo no es coincidencia que el caso Swing haya iniciado su popularización y eventual entronización en la historia nacional con un reportaje hecho por el programa de espectáculos Magaly TV: La Firme; y que en los últimos años, todo político de relevancia ha sido grabado y sus audios hayan sido difundidos para comidilla de los televidentes y radioescuchas antes que para lograr sanciones legales efectivas. El espectáculo aparece como la continuación de la política (neoliberal) por otros medios –acaso diríase, como su perfeccionamiento, en tanto aceita las ruedas del capitalismo comunicativo–. Cada cierto tiempo, vuelven los aspirantes a Montesinos de turno; cosa que, como lo señalaba la periodista Alejandra Costa, es especialmente explícito en “Swing”, el “amigo en las sombras” del mandatario.
Estos ejercicios temporales regresivos tienen, por supuesto, un correlato material. Con el escándalo Odebrecht a finales del 2016 inició la caída del simulacro democrático peruana del nuevo siglo, marcado por los aportes de campaña de empresas transnacionales que “ponían y sacaban presidentes”. Con la pandemia de la COVID-19, a la fachada del milagro económico peruano se la llevó el viento. De repente, y de manera “súbita”, el Rey estaba desnudo. Y sin democracia y sin economía, volvemos al punto donde todo esto se inició: el término de la década de los noventas, que se extendió hasta el 14 de setiembre del 2000, cuando la emisión de los vladivideos marcó el inicio del fin del Fujimorato.
La operación de grabar al enemigo político (Martín Vizcarra en Tía María, Alfredo Thorne en el MEF, Bruno Giuffra en el Ejecutivo, Kenji Fujimori en el Congreso…) se ha vuelto la marca de esa regresión temporal que nos mantiene encerrados en el mismo tiempo, pero que cada vez se presenta más y más precaria –y quizás por ello, más atractiva también para los políticos que tienen menos o nada que perder–. Sin la bonanza económica ni la pluralidad democrática, ¿qué nueva defensa puede ofrecer un simulacro fundado precisamente en una colección de videos grabados de manera clandestina?
Las grabaciones clandestinas funcionan porque trasladan lo conversado en el espacio privado al espacio público; lo distorsionan, lo manipulan, y ofrecen la ficción de “la verdad”.
No obstante, algo ha cambiado entre aquellos videos fundacionales y lo que hay hoy. Lo que antes aparecía como una novedad, hoy es la norma y mañana, el fantasma. Las grabaciones clandestinas funcionan porque trasladan lo conversado en el espacio privado al espacio público; lo distorsionan, lo manipulan, y ofrecen la ficción de “la verdad”. Pero al mismo tiempo ubican a sus participantes en un espacio gris: como en los reportajes de espectáculos, nadie es completamente villano ni completamente héroe. Al mismo tiempo, todos son los reyes del show. El espectador, por su parte, que no es tonto y que ha sido entrenado por décadas en la lógica de la farándula peruana, sospecha si las conversaciones siguen un libreto, destruyendo la promesa de verdad.
A fuerza de repetirlo, como prueban los últimos audios de Richard “Swing” Cisneros, hasta el propio simulacro se devalúa. Llegado a cierto punto, el televisor que proyectaba incansablemente los programas cómicos de madrugada empieza con su ruido blanco de señal interrumpida.