Anoche me puse a pensar en lo placentero que es estar ilusionado. Me refiero a esa sensación de navegar condenadamente felices en una fantasía, de desear profundamente que nuestra realidad más inmediata se transforme en una cosa hermosa. Quiero decir: el acto de cerrar los ojos y ver en el interior de los párpados un lugar mejor, una historia con final feliz. Algo que siempre ha sido tan fácil; algo que ahora es tan complicado.
Pensaba en eso y me acordé de esto que viene a continuación.
Me veo de niño. Seis años. Tal vez siete. Me meto a la cama vestido con ropa de fútbol. Mañana me van a llevar a Ventanilla a jugar. Mi padre me ha regalado una camiseta suya. Sindicato de no-sé-qué-cosa fútbol club, dice en la espalda. Mi mamá le ha cortado las mangas, pero, de todos modos, sin esfuerzo alguno, podrían entrar tres o cuatro Alonsitos ahí. Sé que no voy a poder dormir, pero cierro los ojos. Pienso en esa gente que se le cambia la vida de un día para otro como sacudida por un rayo. Esa gente que gana la lotería, que inventa algo importante, que le entregan un Oscar o un premio Nobel. Mejor aún: que los convocan para jugar en un equipo de Europa.
Siento el corazón agitado, la respiración emocionada. Trato de pensar en algo distinto, pero no puedo. Solo puedo pensar en cosas bellas, en miles de posibilidades hermosas, en cómo las cosas se transforman y la vida se vuelve maravillosa. Sin poderme salir de esa idea, empiezo a dirigir una película en mi cabeza. El tráiler de una película, más bien. Y no consigo dormir en toda la noche. Me la he pasado completamente rendido a fantasear y he amanecido asombrado de los innumerables escenarios posibles en los que soy inmensamente feliz.
Qué fascinante era entregarse a todo eso. ¿Cómo era que se hacía?