Desde hace mucho tiempo, la política se ha perdido como ciencia, como herramienta de pacto, y se ha establecido como palabra vacía. Se ha podrido tan profundamente que ha gangrenado todas las capas sociales, todos los discursos, todos los principios ciudadanos. Cualquier intención de discutir el modelo, cualquier voluntad de exigir cosas mejores, de contradecir el statu quo, es arrinconada por la muletilla conservadora de llamarlo terrorismo.
No es posible ya discutir ideas. Porque en este país la clase política ya no hace política. Matonea, pecha, se asocia para delinquir, se reúnen a tomar vino caro y a lucir corbatas nuevas. Cierra tratos con las grandes empresas a espaldas de las personas, y, de nuevo, matonea, pecha, se asocia para delinquir y terruquea. Y todo esto lo difunde a gritos en el altavoz de una prensa ignorante y convenida.
(Estoy haciendo un esfuerzo enorme para escribir esto desde la intención de analizar con prudencia lo que pasa, pero en este preciso momento me acababan de decir que posiblemente haya un muerto en la jornada de protestas de hoy —lo que será el anoche para los lectores—. ¿Cómo seguir sin querer insultar, prender en fuego todo, llorar de rabia?)
En medio de una de las peores crisis de este país, hemos visto cómo se ha complotado en contra de nosotros. Hemos visto explícitamente cómo no existen las ideas ni los principios, sino solamente las ansias de poder.
Sigo. La política es ahora un cuchillo casi sin filo que solo sirve para dividir. Y, esta semana, más que nunca, ha tocado fondo en este país. Ha quebrado el pacto social tan explícitamente que, a pesar de la complicidad de los medios tradicionales, todos nos hemos dado cuenta.
(Mientras escribo esto, estoy sentando en el patio de mi casa, escribiéndole a mis amigos para saber si han llegado bien a sus casas).
¿Qué cosa es diferente hoy? Estamos hablando de años de desfinanciar lo público, de corromper, de robar impunemente, de desatender las demandas ciudadanas, de reprimir a imposición de discurso y varazo, a lacrimógena y balazo. Pregunto de nuevo: ¿qué es diferente hoy? Lo diferente es que una pandemia desnudó las carencias del sistema de salud, la ineficiencia de la administración pública y, sobre todo, la vileza de la clase política que no hace política.
En medio de una de las peores crisis de este país, hemos visto cómo se ha complotado en contra de nosotros. Hemos visto explícitamente cómo no existen las ideas ni los principios, sino solamente las ansias de poder. (Perdonen si sueno demasiado ingenuo, si estoy diciendo demasiadas cosas obvias). El equilibrio de una Nación se sostiene en la idea de que el Estado escucha, al menos mínimamente, la demanda popular; que con determinadas acciones busca conciliar con los ciudadanos. Eso no existe ahora mismo. El presidente de facto ha obviado el ruido de los cacerolazos y ha preferido concentrarse en el zumbido de los helicópteros que sobrevuelan la capital del país. Ese zumbido militar de dictadura, esa demostración amenazante de poder, parece que le produce un placer enorme.
(Es más de la una de la mañana. Me acaba de escribir una de mis mejores amigas para preguntarme si estoy bien. ¿Estoy bien?)
La política —o lo único que quedaba de la política en este país— nos permitía a los ciudadanos experimentar la sensación de ser convencidos por algún partido y de, finalmente, poder elegir. Pero cuando la política se rompe, es usual que las clases dirigentes busquen recortar los recursos democráticos a su favor. Ya nos habían arrebatado muchas cosas. A nivel social, educativo, laboral y político. Habían destrozado lo público y habían traficado sin fin la mentira de que algún día al pobre le chorrearía las ganancias del rico. Pero, incluso, con todo eso, no se nos había quitado el derecho de elegir. O, al menos, la ficción de sentir que elegíamos. Es curioso, además, que los congresistas golpistas se reconozcan a sí mismos como héroes de la democracia y sustenten su explícita repartija en artículos de la Constitución.
Nos hemos dado cuenta, porque esta vez ha sido demasiado grosero. La jerga del abogado constitucionalista no tiene ya la capacidad de confundirnos. Porque todo suma cero, incluido un gabinete de ministros que representa el retroceso, los valores del pasado y las ideas que debemos extinguir como sociedad. ¿Por qué un grupo de ancianos elegidos a dedo debe determinar el país que quieren los jóvenes mañana?
Mientras la revuelta en la calle pica, remedos de políticos no dicen una sola palabra o, en el peor de los casos, subestiman y criminalizan el reclamo ciudadano y promueven la represión. Se están yendo a dormir y se han dejado la cocina encendida.
No es casualidad que el Centro de Lima haya ardido anoche ni que miles de personas en muchas de las provincias del Perú hayan salido a protestar. Tampoco es gratuito que distritos de la capital, históricamente fríos y despreocupados de la política, hayan agolpado sus calles y quebrado el silencio de la noche a punta de cacerolazos.
Mientras la revuelta en la calle pica, remedos de políticos no dicen una sola palabra o, en el peor de los casos, subestiman y criminalizan el reclamo ciudadano y promueven la represión. Se están yendo a dormir y se han dejado la cocina encendida.
En política, nada es casualidad. Mucho menos aún, cuando la política está quebrada, manipulada o está rota. No van a poder poner un policía en cada esquina, no van a poder silenciar el ruido de las cacerolas en cada casa, no van a poder matarnos a todos. Al menos no impunemente. Lo peor: posiblemente ya sea tarde para hacer política, ya sea tarde para negociar. Lo último que nos quedaba —el derecho a elegir— nos lo han quitado. Y toda sociedad tiene un límite.
(Perdonen que termine así: pero nunca he recibido tantos mensajes en un solo día de gente que me cuenta que solo tiene ganas de llorar).